COBERTURA
El hombre de prodigiosa verborrea sube los 5.895 metros del Kilimanjaro y en la cima siente la imperiosa necesidad de contárselo a alguien. Contarle, por ejemplo, lo mucho que ha esperado este momento desde que empezó a hacer los preparativos hasta que por fin se decidió; las reticencias de sus amigos y el apoyo incondicional de su esposa, a pesar de los malentendidos con su familia, que aún hoy se pregunta qué se le ha perdido a él en el extranjero, y tan alto, madre mía.
Como la aventura la inició solo, solo sigue y ahora no puede evitar esta imperiosa necesidad de proclamar sus sentimientos, gritarle al mundo su proeza, que tampoco es para tirar cohetes, conste, así que decide narrarse, sin ahondar en detalles, eso cree, la experiencia vivida. Del tostón que se da, aunque al principio estuvo muy pendiente de lo que se contaba a sí mismo, descubriendo, incluso, matices en los que no había reparado hasta ese instante o que había ignorado por parecerle banales, se queda dormido y rueda montaña abajo hasta que una piqueta irregularmente clavada en la roca de una de las tiendas de un campamento base detiene su caída.
Cuando la montañera pelirroja sale de su tienda y descubre que no ha sido una ráfaga del puto viento lo que ha desmontado el chiringuito que tanto esfuerzo le había costado montar, aunque no reconocerá que ha sido facilísimo ni bajo amenaza de tortura, y que sabe que tampoco era para echar las campanas al vuelo, sino un cuerpo humano, un nosequé emocional la conmueve.
Habiendo salido un 6 de abril de su casa de Moratalaz con menos de cinco euros en el bolsillo, un bocadillo de mortadela con aceitunas y una bolsa del Carrefour con una camiseta y un jersey que nunca se pondría, con el firme propósito de encontrar al amor de su vida, allí estaba ella un 9 de septiembre, a los pies del Kilimanjaro nada menos, observando a un hombre, ligeramente descoyuntado y con magulladuras serias en las palmas de las manos y el cogote, caído del cielo.
La montañera pelirroja está deseando llamar a su hermana para contárselo, a la muy puerca y envidiosa, pero sabe que la cobertura es nula o inexistente.