El hijo de su madre

Marcos Ripalda
4 min readJun 1, 2023

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Ilustración de Carmura Lenteja con buzo, radio-despertador, espejo puntillista.

Yo de pequeño era muy malo.

Me lo decía todo el mundo.

Mis abuelos, mis amigos, mi hermana, mi tío Jacinto, la quiosquera, el dueño del taller de neumáticos, la profesora de piano, el churrero.

Hasta mi madre me lo decía: Niño, eres muy malo. No malo a secas. Sino muy malo.

Y a mis cuarenta y muchos me lo sigue diciendo: Eras y eres muy malo.

Pero no lo comprendo.

Aparte de alguna travesura fruto del desconocimiento, achacable a mi corta edad entonces o a la curiosidad que todo zagal sano muestra, no he hecho nada malo en toda mi vida.

Lo juro.

Saqué buenas notas en primaria y en bachillerato.

Salvé a una ancianita antipatiquísima de ser devorada por un doberman y el doberman me mordió a mí y con esta mano aún puedo escribir si me concentro y no llueve.

En la universidad aprobé Derecho en cinco años, aunque la manía que me pilló el de Derecho mercantil a cuenta de que hice un comentario (que nunca hice) sobre su incipiente alopecia, estuvo a punto de costarme un disgusto.

Me coloqué pronto y bien en un bufete pequeño, aunque con proyección nacional, y dediqué incontables horas a leer cuentos a los gemelos antes de dormir, pues mi mujer, con ese seseo tan molesto, a qué negarlo, se opuso desde bien temprano a que sus criaturas se riesen de ella, y por eso sólo habla lo imprescindible.

Cuando mi mujer tiene ganas de aquello me dice ven y yo voy, aunque ese seseo tan molesto no se le va y esto hace que la mayoría de las veces pierda la concentración y mi mujer encienda la lamparita de la mesilla y se ponga a leer, mientras yo me desahogo como puedo, rápido y mal, encerrado en el aseo.

Además, soy un ciudadano que separa la basura según su procedencia y la deposito en los contenedores a partir de las nueve de la noche.

No fumo ni bebo; aso costillas y salchichas en la barbacoa los fines de semana, si el tiempo lo permite; hago cinco comidas al día, nada de hidratos a partir de las seis de la tarde; compro El País aunque ya no es lo que era, cierto; mis siestas jamás exceden los veinte minutos; acompaño a los gemelos al parque, a sus actividades extraescolares, a sus clases de fútbol, de baile, de taekwondo; no alterno con mujeres de dudosa condición; no juego al bingo; no trasnocho; pago todas mis facturas sin pasarme de fecha y la hipoteca me vence en mayo del año que viene; nunca he probado sustancias alucinógenas ni he comprado en un mercadillo; soy creyente aunque no voy a misa; devuelvo siempre las llamadas que recibo; recito de memoria los 20 poemas de amor y una canción desesperada de Neruda; no necesito la calculadora para sumar y restar; recojo la ropa de suelo del cuarto de baño y la meto en la cesta de la ropa sucia después de ducharme; mi peluquero es heterosexual y no le discrimino por ello; siento especial predilección por las galletas de naranja bañadas en chocolate, qué le vamos a hacer; no convierto el agua en vino, pero sé escanciar divinamente la sidra para regocijo de mis parientes y mi madre, que, a pesar de todo, me sigue diciendo que soy muy malo.

Eres muy malo, me dice mi madre, nada más entregarle el paquete que acabo de recoger en Correos y que me ha salido por un ojo de la cara porque tuve que dejar el coche en doble fila un momento y el guardia de tráfico tuvo que fijarse, precisamente, en mi coche, y no en el de la señora que se cruzó para entrar en la frutería, que yo sólo vengo a por un kilo de mandarinas y me voy, o en el del adolescente cani del BMW, que se puso a charlar con sus amiguetes ocupando un espacio en el que bien podría haber aparcado yo sin estorbar, que es un momento, no cuesta nada, tranqui tronco, que no hay prisa, me suelta, y como soy de natural pacífico me la envainé, y por eso dejé el coche en doble fila y me cascaron la multa.

Entonces mi madre abre el paquete y me dice que qué es esto que me traes, y yo le digo que no tengo ni idea, que venía a su nombre.

Yo esto no lo he pedido.

Pues habrá sido un error, mamá.

Yo no he pedido nada.

Bueno, pues déjame que lo devuelva.

Quita, quita, que eres muy malo.

Esto viene a mi nombre y me lo quedo, aunque no me gusta nada en este color. No combina con casi nada este bolso.

Mi madre se lleva relatando toda la tarde hasta que se cansa y me pregunta si tengo hambre.

Le digo que no y que me gustaría irme a casa.

No me voy sin antes prometerle que buscaré unos zapatos que conjunten con el bolso.

Al llegar a casa, encuentro a mi mujer sentada sobre la maleta de los viajes largos.

Me anuncia que se va con un comerciante de sellos surafricano que la tiene cautivada.

Por eso la maleta.

Espero un taxi, me dice.

Cómo que te vas, le pregunto.

Me voy con otro hombre, me explica.

Le digo que me parece bien, pero que la maleta se la va a llevar su puta madre.

Me sorprende mi reacción y a mi mujer, por cierto, parece ocurrirle lo mismo.

Se me acerca.

Qué te pasa, querido, me pregunta.

Hasta los cojones estoy.

Mi mujer, agarrándome de ahí, me dice que ya no se va, y que tiene ganas de aquello.

Pero calladita, perra, le suelto.

Mi madre tenía razón: soy malo.

Santa medicina, oye.

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Written by Marcos Ripalda

Diseñador UX/UI. Cuentista postirónico. Licenciado en Periodismo. A veces diseño y maqueto libros. Apasionado de los vinilos y las tiendas de libros.

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