Nada podría evitarlo
Ilustraciones de Carmura Lenteja a partir de once relatos de Marcos Ripalda. Publicado en libros.com
Los once cuentos que conforman Nada podría evitarlo son independientes unos de otros, aunque el lector advertirá ciertas constantes en los temas que se desarrollan. En cierto modo, esta recopilación de relatos es una novela en escalas, donde los límites de cada cuento se difuminan para dar paso al siguiente.
Se trata de piezas cortas e intensas en las que huyo de piruetas estilísticas y solemnidades ridículas. Se trata de contar las historias con las palabras justas y sin turbulencias. En estos cuentos es tan importante lo que se dice como lo que se calla, así que uno escribe también los silencios. Por eso hablo de unas cosas para decir otras.
Cada cuento, además, viene acompañado de una ilustración de la artista pacense Carmura Lenteja, que es capaz de reflejar ese momento único e irrepetible que nos hubiésemos perdido (o ahorrado), si no hubiese estado allí.
Aquí les dejo uno de los relatos. Es el más corto. Por no aburrir. Que ya me estaba yendo.
Ruido
Tumbada en la cama espero a que salgas del baño. Te has puesto un pijama para dormir. No me puedo creer que quieras dormir ahora. Salgo a la terraza y miro el cielo. El cielo es una mancha de petróleo inmensa.
Me sirvo un gin-tonic y me tumbo en el sofá del salón. Busco un canal de videos musicales. Cierro los ojos.
Me despierto con la sensación de haber dormido mucho tiempo. Me levanto y miro el reloj de la cocina. Las dos de la madrugada. Abro la puerta de la habitación lo justo para asomarme y ver si duermes. Luego me acuesto con cuidado.
Cuando abro los ojos ya te has ido.
Leo una nota en el bloc del escritorio. Escribes que hoy no vendrás a cenar. Que me acueste. Que no te espere.
Yo pienso que haré lo que me dé la gana.
Me siento en la terraza. Oigo el motor del frigorífico. Oigo el cosquilleo de mis tripas. Sí, estoy a punto de decirme que esto se acabó.
El técnico me dice que debería descongelar la nevera más a menudo. No sabía que hubiera que hacer eso, le comento. Por eso lo del ruido, dice él. Ah, digo yo.
Invito al hombre a una cerveza. Miramos los ladrillos de la fachada. Me señala una imperfección en el muro. Yo no le doy la menor importancia.
Por supuesto no voy a discutir con él.
Has llegado. Me plantas un beso en la mejilla. Te quitas los zapatos. Me preguntas qué tal mi día. Bastante bien, te digo, he llamado a un técnico para que arreglase el ruido de la nevera. Me preguntas que a qué ruido me refiero. El de la nevera, te digo. No sabía que le pasase algo, me dices. Lo cierto es que no le pasaba nada, te explico. Me preguntas si me ha cobrado por nada.
Se ha hecho de noche. Estás mirando la televisión. Tienes los pies sobre la mesita. Bebes una cerveza con calma. Cambias de canal una, dos, seis veces. «Un paraíso por solo 600 euros al mes…». «Esto puede ser suyo…». «Con la confianza de un gran fabricante de…». «Dijiste que me querías. Y te quiero. Bésame…». «Aislantes para toda la casa, oferta válida hasta…». Apagas la televisión. Dices que vas a acostarte en el sofá.
Me dirijo hacia la habitación y me acuesto en nuestra cama. Miro el techo. Al poco rato me dices que vaya.
Estamos en el salón. Me dices:
— Tenemos que hacerlo los dos. Confiar el uno en el otro. Seguro que podemos.
Te miro. Tienes las manos en los bolsillos y sigues hablando. Y ahí está otra vez. El maldito ruido de la nevera. Oigo también tu respiración pero no consigo concentrarme en ninguno de mis propios ruidos. De veras que lo intento. Pero nada. El ruido sigue ahí.